Editorial realizado por Consejo de redacción Revista Criterio
Históricamente, la escuela primaria cumplió con una tarea esencial en nuestro país: construir una experiencia común entre los argentinos, tanto desde la gestión pública como privada. En ese ámbito, las familias y los docentes coincidían en un acuerdo tácito: la escolaridad significaba inclusión, ascenso social y conformación de lo ciudadano. Pero la esperanza en la educación se deterioró cuando las políticas sociales y económicas debilitaron al Estado, y la confianza en las aulas se volvió una ilusión. Sin embargo, pese al clima cultural reinante de incertidumbre que desafía a todas las instituciones, incluida la de la enseñanza, la escuela debe recuperar su espacio de oportunidades y de encuentro entre generaciones y grupos sociales, atendiendo también a los enormes desafíos que le plantean las nuevas tecnologías, la sociedad de consumo, el poder de los medios de comunicación. Enorme y compleja tarea pero no por ello menos necesaria y urgente.
Desde hace ya bastante tiempo, y acentuado después de la implementación de la Ley Federal de Educación, sus objetivos se han ido desdibujando, en una mezcla que no permite ver qué es lo que hoy caracteriza a la escuela, donde conviven formas tradicionales con la indispensable asistencialidad, la retención de matrícula a cualquier precio o el avance de las expresiones de la cultura popular en disputa con la “cultura letrada”. En este marco, si la educación deja de ser un desafío estamos ante el nacimiento de un nuevo y grave problema. A diferencia de otras áreas, requiere de un replanteo permanente: incluso si las cosas fueran bien, habría que mejorarlas; porque la escuela forma a las generaciones futuras, el país que sigue.
Cabe reconocer que la conflictividad que afectaba habitualmente al área se encuentra descomprimida en la actualidad. Los motivos pueden ser varios, pero el principal es que se ha avanzado, en mayor o menor medida, en acciones como la implementación de subsidios para la escolarización, la construcción de establecimientos y la ampliación de la carga horaria, entre otras. No obstante, pese a que la inversión educativa creció cerca del 2% del producto bruto interno en los últimos años, no hay posibilidades de conocer de qué forma se utilizaron esos fondos: si en salarios, si en obra pública, si en material didáctico, si en alfabetización tecnológica (cuyo acceso, conviene recordarlo, no garantiza la capacidad de otorgarle sentido como herramienta para el trabajo en todas las disciplinas). Tampoco se ha evaluado su eficiencia en cuanto a mejorar el rendimiento escolar o el aumento notable de las tasas de escolarización, elementos clave a la hora de los balances de gestión. En cuanto a los contenidos, se percibe la tentación de las versiones únicas, con un sesgo unilateral que deja de lado la multiplicidad de criterios para abordar la realidad; los libros de texto (que muchas veces son también versiones únicas para el alumno) lo ponen en evidencia. En medio de este escenario, cabe destacar que la actual gestión del Ministerio de Educación ha sabido no agregar conflictos a los problemas existentes.
¿Pero existen problemas, entonces?
Claro que sí. A pesar de los evidentes avances, la educación argentina está aún lejos de poder alcanzar sus principales metas. ¿Cuáles? Un país más justo en lo que respecta a garantizar la igualdad de oportunidades y la equidad en la distribución del conocimiento. En efecto, el sistema educativo repite aún el mapa de desigualdad entre provincias ricas y pobres, regiones ricas y pobres, barrios ricos y pobres.
Una segunda meta pendiente tiene que ver con los niveles de rendimiento alcanzados en las escuelas y la calidad de la instrucción. Igualdad y calidad son términos que lejos de ser incompatibles deberían señalar las coordenadas, transversal y vertical, que sirvan para evaluar el sistema.
¿Cómo avanzar?
La acción conjunta entre el Gobierno nacional y el de cada provincia es indispensable. Transparentar la realidad educativa de cada distrito y fijar líneas de acción efectivas para superar las situaciones de urgencia social deberían ser políticas de Estado que trasciendan las limitaciones y deficiencias de los gobiernos provinciales.
Por ejemplo, cabe destacar que mientras se escriben estas líneas, directores de nivel primario y referentes del Programa Integral para la Igualdad Educativa de las 24 jurisdicciones del país se encuentran reunidos en el salón Leopoldo Marechal –escritor y maestro de grado– convocados por el Ministerio de Educación de la Nación para establecer líneas de acción para el período 2012-2015, fortalecer las acciones de cooperación, acordar cronogramas conjuntos y consolidar un espacio de intercambio federal sobre las políticas en el nivel primario.
Un párrafo aparte cabe para la Ciudad de Buenos Aires, donde también hay asignaturas pendientes. Del mismo modo que la economía nacional, el sistema educativo porteño parece vivir del rédito acumulado antes. Pero, como se sabe, si no se los administra bien, fondos y rédito se acaban. Quien compare la educación de un chico de la zona norte de la Ciudad con la de otro de la zona sur, o simplemente al echar una mirada a los datos poco ventilados, podrá advertir una alarmante diferencia en todos los índices.
Además, la Ciudad mantiene una deuda con su propia Constitución: aún no se ha promulgado la ley de educación. Por un lado, la conflictividad política entre Nación y Ciudad no lo facilita; por otro, hay una inercia que prefiere gobernar sin ley. ¿No sería bueno acompañar la implementación de la ley de comunas buscando medir consensos para promulgar la ley de educación porteña? Como se ve, no son cuestiones menores. Y entonces, ¿por qué la educación no ocupa los primeros lugares de las agendas políticas?
Inclusión e integración son conceptos que deben guiar la reflexión. La socialización a través del conocimiento es la que permite generar una trama de hábitos que dan lugar a la convivencia sin violencia y con respeto, desde el reconocimiento de la libertad de unos y otros en el ejercicio de derechos y obligaciones. ¿Dónde y cuándo se forman estos hábitos? En la infancia, es decir, principalmente en la escuela primaria. Según la directora nacional de nivel primario, Silvia Storino, “debemos generar las condiciones para que un alumno se constituya en un buen estudiante, prepararlo para el pasaje al secundario: cómo estudiar, cómo organizar el tiempo”.
Además, la directora se preguntaba en una reciente entrevista: “¿Cómo van a entender geografía en la secundaria si durante su paso por la primaria nadie les contó qué es un afluente, nadie les leyó una poesía de los ríos, nadie les dio sentido a las palabras?”.
Por otra parte, el mundo actual es convergente. Las culturas están expuestas a grandes contradicciones.
Por un lado se ven necesitadas de cuidar su propio acervo, costumbres y creencias; por otro, requieren encontrar los medios para integrarse a una sociedad con exigencias universales. Dar respuesta a esta tensión, que puede observarse en cualquier país, es un gran desafío. No hace falta recurrir al ejemplo extremo de provincias como Jujuy o Misiones, ya que el problema de la inclusión cultural se da también en muchos barrios de las grandes ciudades.
¿Qué hacer?
A esta altura de los ensayos de reformas del sistema educativo pareciera sensato tomar otro camino. Por eso hay que considerar que el desafío principal, antes que reformar el secundario, pasa por apostar a una nueva educación primaria.
Si bien esa etapa no es suficiente para asegurar todos los cambios que se requieren, es condición necesaria. Esta propuesta no tiende a desviar la atención, muy por el contrario, surge de percibir que la inclusión, y sobre todo la integración, comienzan ya en la educación inicial.
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