lunes, 31 de marzo de 2008

Los antiguos valores


"Hace falta constituir la imagen de la familia como comunidad de personas donde, a la luz del mensaje evangélico, los componentes de todas las edades conviven juntos, en el respeto de los derechos de todos: de la mujer, del niño, del anciano" (Juan Pablo II)

El abuelo era muy viejo. Caminaba a duras penas, la vista se le había debilitado, estaba algo sordo, le costaba comer, manchaba el mantel. Hijo y nuera se molestaron tanto que le prepararon un sillón separado. Un día, al pasarle la sopa, el viejo no sujetó el plato y éste cayó, haciéndose pedazos. La nuera gritó desmanes y dijo que desde ese momento le servirían la comida en un tazón de madera, como a los animales. El viejo suspiró y agachó la cabeza. Al día siguiente Miguel, el nietecito, sentado en el suelo junto al abuelo, trataba de juntar unos pedacitos de madera arqueados. "¿Qué estás haciendo?", le preguntó el papá. "Estoy fabricando un tazón para cuando tú y mamá sean viejos, me servirá para darles de comer". El hombre y su mujer se miraron y rompieron en un llanto.

Esta narración, presente desde tiempo inmemorial en los libros de lectura, cuenta una "fastidiosa" verdad siempre actual: esta sociedad, que privilegia a los individuos capaces de aportar una contribución valiosa al bienestar común, margina a los ancianos y les niega un espacio adecuado. Y, como siempre sucede, los pequeños aprenden lo que viven. Es indispensable y urgente enseñarle a los hijos una cultura de la ancianidad.

Los ancianos necesitan de todos y, aunque suele desatarse la exclusión: "son inútiles y cuestan mucho", al menos que se los use como babysitter gratuitos. Si es difícil envejecer, es igualmente difícil convivir con los anciano: son frágiles, necesitan de paciencia y tolerancia. En una cultura supereficiente la ancianidad parece una herida. Ser eliminados de la vida de familia es para ellos una exclusión que los mortifica. Ellos son cofres de experiencia: cada vez que muere un anciano, muere una biblioteca. El primer gran don que los ancianos dan a una familia es el de la transmisión, y no sólo de bienes materiales. Así nació el ser abuelos. La vida los ha enriquecido de experiencia y sabiduría.

Los abuelos pueden transmitir a los nietos ese conjunto de recuerdos llamado "novela familiar", que para los niños tiene una atracción extraordinaria. El abuelo puede llegar a representar para el nieto la estabilidad de los afectos familiares. Además, puede hablar de los tiempos en que mamá era una niña y papá un alumno, o de cuando en vez del supermercado del frente había prados. Así el niño tiene la idea que su familia existe desde siempre, y seguirá existiendo. Obtiene la percepción de la continuidad de los afectos.

Desde hace tiempo la sociedad viene cambiano, los valores, y la misma fe también. Muchos de los abuelos actuales han atravesado con malestar esta evolución. Algunos a veces experimentan una cierta frustración y sienten nacer dentro de sí un sentido de culpa frente a los hijos que ya no son practicantes y no comunican la fe a sus hijos. "¿Es culpa nuestra?", se preguntan. Me pregunto si esta ruptura de los anillos transmisores de la fe no tiene que ver con la total exclusión de los ancianos, por la cual la experiencia de fe que a ellos los ayudó a enfrentar la vida, ahora es ignorada y echada al olvido. Tal vez, como ha escrito un teólogo, "estamos frente a uno de los aspectos más señaladamente anticristianos de nuestra dociedad y cultura".

P. Pascual Chávez sdb, Rector Mayor de los Salesianos de Don Bosco

Fuente: Boletín Salesiano

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