miércoles, 21 de mayo de 2008

Familia evangelizada y evangelizadora

Algunas reflexiones sobre la familia de Igino Giordani, co-fundador de los Focolares, diputado, escritor, periodista, esposo y padre de cuatro hijos, cuyo proceso de beatificación está en trámite.


“Apostaría –dijo una vez Juan Crisóstomo a los hombres reunidos en la Iglesia– que ninguno de ustedes sabe recitar un salmo de memoria o un párrafo de las Escrituras. Alguno podrá objetar: no soy ni religioso ni anacoreta, tengo mujer e hijos y me ocupo de ellos.”


Esa es la gran llaga de nuestros tiempos: creer que la lectura del Evangelio está reservada sólo a los religiosos o a los monjes, mientras son ustedes, más que ellos, quienes la necesitan. Los que están en medio de la lucha y cada día reciben nuevas heridas tienen más necesidad e ser curados: Estas observaciones, hechas en los primeros siglos del cristianismo, plantean ya el problema de las relaciones entre casados y monjes, entre familias y célibes consagrados, y por lo tanto entre trabajo y apostolado.

Pero todo el matrimonio vivido cristianamente, dado que cristianiza el ambiente, se vuelve apostolado. Hoy, los nuevos movimientos eclesiales confían a los casados diversas misiones religiosas. Y los comprometen en un ministerio que se propone volver a evangelizar a las familias: preparar a los novios, sostener a los esposos, instruirlos, llevar la unidad a los hogares donde ésta peligra o se ha quebrado, asistir a las viudas, a las madres solteras y a los chicos sin familia.

Ya esta última misión recuerda los encendidos llamados de los profetas para poner fin a la angustiosa miseria de las criaturas solas. Esta asistencia forma parte de la acción originaria de la Iglesia. Se lee en la carta del apóstol Santiago “hermano del Señor y primer obispo de Jerusalén”: “La religiosidad pura y sin mancha delante de Dios, nuestro Padre, consiste en ocuparse de los huérfanos y las viudas cuando están necesitados, y en no contaminarse con el mundo” (Sant. 1,27).

Ya había dicho Dios al profeta Isaías: “Sus lunas nuevas y solemnidades las detesto con toda mi alma… ¡Las manos de ustedes están llenas de sangre!... ¡Cesen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda! Vengan y discutamos, dice el Señor” (Is. 1,14-18). Niños solos, mujeres viudas o abandonadas, madres divorciadas, niños separados de sus padres… son llagas que los cristianos de hoy, con los laicos casados a la cabeza, deben remediar con la caridad de quien ha convertido la propia casa en una “comunidad de amor”: una fuente de vida en una sociedad surcada por corrientes de muerte.

Con su Decreto sobre la renovación de la vida religiosa, el Concilio Vaticano II acercó más a los religiosos a la sociedad, demoliendo muros levantados por la veneración y el miedo, la ignorancia y la piedad, entre monasterios y barrios, entre conventos y fábricas. Permanece íntegra –y aumentará– la belleza de la entrega total a Dios; pero liberada de resabios feudales, de costumbres arcaicas. Con la intención de separarse más del mundo, algunas instituciones corrieron el riesgo de separarse de la vida. Almas pías creyeron que podían concentrarse en Dios desentendiéndose del hombre.

El Decreto intenta volver a crear ese circuito trinitario de la vida: yo-el hermano-Dios. El Concilio no ha querido condenar el pasado: ha querido ubicarlo en la sociedad presente. Actuando de esta manera, pone en relación más estrecha la vida religiosa y contemplativa con la de los laicos, y se transfieren los tesoros de la ascesis del silencio claustral al ruido de las calles, de los conventos a los departamentos, oficinas, campos… Vuelve a resplandecer el ideal patrístico, expuesto por Juan Crisóstomo ya dieciséis siglos atrás: que los laicos tienen que vivir como monjes (salvo en el celibato).

En los siglos sucesivos, la manera de vestir y las normas fueron diferenciando monjes y laicos, hasta el punto en que dejaron de entenderse y se separaron como si fueran dos castas. La Iglesia de hoy, que con los últimos papas y con el Concilio está poniendo nuevamente de relieve el mandamiento de la caridad –vínculo perfecto para asociar a los hombres de toda condición en función de la unidad, punto culminante de la religión– vuelve a darle centralidad al amor.

Autor: Igino Giordani “Claustro en el mundo”, del libro Familia, comunidad de amor, 1994, Editorial Ciudad Nueva.

No hay comentarios: