miércoles, 25 de julio de 2007

Iglesia y Sociedad


El rostro de la Iglesia en la sociedad actual
por P. Valdir José De Castro

Lic. en Comunicación Social por la Facultad Cásper Líbero de San Pablo, Brasil

Es común encontrar personas que sienten atracción por el mensaje de Jesús, pero que mantienen una resistencia enorme en relación a la Iglesia. Llegan a decir "Jesús, sí, Iglesia, no". Tal actitud, que a principio parece contradictoria, debería hacernos pensar a los que nos sentimos parte de la Iglesia, de modo especial a los que ejercen en ella algún tipo de liderazgo.

Es cierto que los motivos que generan este alejamiento son muchos, y podemos entenderlos sea desde las personas mismas (con sus experiencias y concepciones religiosas), sea a partir de la Iglesia o, entonces, de ambas realidades. Vamos, en este artículo, a enfocar tal situación desde el punto de vista de la Iglesia en cuanto institución, tratando de un aspecto importante que es el del su "rostro". O sea, en una sociedad en constantes cambios sociales y culturales, especialmente con el desarrollo de la comunicación, ¿con qué rostro la Iglesia se presenta a la sociedad?

Hablar del rostro de la Iglesia es referirse a su imagen dentro de una cultura (o de las culturas) en la cual vivimos ¿La imagen de la Iglesia es comprensible a los hombres y mujeres del siglo XXI? ¿El contenido de su mensaje es claro y adaptado al lenguaje de las personas de hoy? ¿La forma como está organizada y como sus miembros se relacionan da credibilidad al que ella anuncia, que es, antes de todo, la buena nueva de Jesús?

El gran riesgo que corre la Iglesia, de ayer y de hoy, es anunciarse a sí misma. Mirando la historia, constatamos que la Iglesia siempre corrió el riesgo de quedarse prisionera de la imagen o idea que, en determinado tiempo, se ha hecho de sí misma. No podemos olvidar que en cada tiempo de la historia la Iglesia ha tenido su propia imagen, nacida de determinada situación histórica. Mirarse sólo a sí misma puede llevar a la Iglesia a pararse en el tiempo y a no lograr comunicar el mensaje de Jesús, con un lenguaje adaptado a los hombres y mujeres de hoy.

Esto no significa que la Iglesia deba adaptarse a las estructuras del mundo para ser aceptada. El apóstol Pablo ya decía a la comunidad cristiana de Roma: "no tomen como modelo a este mundo. Por el contrario, transfórmense interiormente renovando su mentalidad, a fin de que puedas discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto." (Rm 12,2).

En las últimas décadas, especialmente con el Concilio Vaticano II, la Iglesia tuvo la preocupación de actualizarse. En este concilio ella tomó conciencia de la necesidad de abrirse al mundo, a la situación concreta de la gente, a las culturas, cierta de que "el dolor y la angustia de los hombres de este tiempo, sobre todo de los pobres y de toda clase de afligidos, son también el gozo y la esperanza, el dolor y la angustia de los discípulos de Cristo, y que no existe nada verdadero humano que no encuentre eco en su corazón" (Gaudium et Spes, 1).

Siguiendo el itinerario trazado por el último Concilio, la reciente Conferencia de Aparecida declaró que "la Iglesia debe cumplir su misión siguiendo los pasos de Jesús y adoptando sus actitudes" (Cf. Documento de Aparecida, n.30). Esta afirmación no puede reducirse a una teoría. De hecho, lo que define el seguimiento de Jesús no son formulaciones dogmáticas (que creemos y profesamos), mas la experiencia profunda de Él y la practica de sus enseñanzas, que se fundamenta, antes de todo, en el amor que lleva al perdón, a la solidaridad, a la práctica de la justicia.

Como Iglesia, somos llamados a vivir la espiritualidad del seguimiento, que es una espiritualidad marcadamente liberadora. Los que siguen a Jesús son llamados a mirar como Él a las personas desde su realidad concreta, ayudándolas a liberarse de los muchos "pesos" que la sociedad y, a veces, ciertas tradiciones religiosas, pusieran y ponen en sus espaldas. No podemos olvidar que el primero en liberarse de tradiciones religiosas que no respondían a la realidad de su tiempo fue Jesús. En los evangelios son descritos algunos conflictos que tuvo con los fariseos que valoraban más a las tradiciones que a las personas.

En una sociedad consumista, marcada por el individualismo, donde se valora más las cosas que las personas, el único camino de credibilidad de los discípulos de Jesús es el testimonio del amor que se da en el compartir de sus problemas y en la defensa de la vida, en todos los sentidos. Si queremos mostrar un rostro de Iglesia que se avecina de Jesús, el amor es el camino que supera a todos los otros (1Cor 12,31). Es la condición principal para que el mundo crea en el mensaje cristiano. Todo lo demás ciertamente pasará.

Publicado en Revista San Pablo on line Nº 298




Reflexión a partir de este artículo:

Lo que manifiesta este artículo es una gran verdad que, según mi modo de ver, surge de la confusión reinante en todos los estamentos de una sociedad y... ¿por qué no debería la Iglesia como institución verse afectada por dicha confusión?.

Y ante la confusión, la crisis como consecuencia y cada uno quiere correr para donde se pueda, buscando afanosamente un lugar propio donde poder compartir la vida.
Es aquí donde comienza a vislumbrarse una realidad que muy bien describe Juan Pablo II: la familia es la esperanza de la humanidad.

La Pastoral Familiar es una instancia pastoral pero es mucho más que eso, es reconocer que en el núcleo familiar es donde se experimenta en menor escala lo que luego se reflejará en cada institución. Una familia vive en un hogar y en ese hogar se comparte todo, el pan de cada día, los gozos y esperanzas, los dolores y las pérdidas, se elaboran y esculpen personalidades, se educan sus miembros unos a los otros, y se pone en práctica lo que tan bien describió San Pablo: "el amor no pasará jamás".

Es muy difícil y poco probable que alguien olvide a su familia, por supuesto que reconocemos que hay familias y familias, las hay para bien y también para mal pero tanto en uno como en otro caso, es muy difícil que alguien se sienta totalmente despegado de su familia y, el que no la conoció, trata de encontrarla, a la propia o a la de adopción. Porque necesitamos sentirnos vinculados, pertenecientes, con raíces.

La Iglesia es una institución humano divina y tiene rasgos de ambas realidades pero se construye a partir de cada iglesia doméstica que es la familia.

La familia es la primera iglesia con la que tenemos contacto, en ella aprendemos a recitar nuestra primera oración, aunque conste de una frase, aprendemos a dar gracias a Dios y sobre todo, aprendemos que los valores humanos son profundamente cristianos y que cuanto más humanos seamos, más cristianos seremos porque nada de lo humano nos debe ser ajeno. Jesús durante su vida terrena asumió ésto y lo hizo carne, se metió en el mundo para acercar al mundo a Dios.

No descuidemos el amor familiar porque en la familia están dadas las condiciones para expresar nuestro amor humano a las personas y a Dios; la Iglesia y sus tradiciones, sus leyes y normas están para nuestro bien y, si no lo vemos así, tendremos quizá que revisar cómo estamos viviendo y si no podemos aceptar alguna norma "eclesial", no importa porque lo importante es amar y amar es decir sí aunque sea doloroso e implique alguna renuncia a nuestro ego en pos del bien de aquello que amamos. Busquemos primero el Reino de Dios, lo demás se dará por añadidura y hagamos que cada familia sea escuela de paz.

El discípulo fue a ver a Jesús y le preguntó: Maestro: ¿qué debo hacer para entrar en la vida eterna? a lo que Jesús respondió...¡ama!(Mt.19,16).Quizá deberíamos replantearnos muchas veces cuál es la noción de amor que tenemos y un buen ejercicio podría ser tratar de encontrar una definición de amor que implique don y compromiso.


María Inés Maceratesi

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